―Por favor, no lo hagas.
Samuel ―ajeno a la súplica― entrelazó sus manos, formando un cuenco, y las introdujo en la charca. Se llevó el agua a los labios. Tenía color marrón y un intenso sabor a cobre y tierra. Dos pares de ojos le contemplaban impacientes, esperando una respuesta.
―Tengo que hacerlo, no aguanto más aquí.
―Eres nuestra única esperanza ―insistió Alfonso, el alcalde de la aldea, un anciano de rostro curtido y voz rasposa.― La gente confía en ti. Eres un líder, puedes unir a todos los pueblos del valle. Te admiran. Sólo necesitamos tiempo hasta que las cosas se estabilicen.
―¿Cuánto hace que no sabemos nada del gobierno? ¿Tres años? Ésa fue la última vez que un recaudador pasó por esta tierra muerta de polvo y hambre.
―No te engañes ―intervino la otra figura, un hombre de mirada severa, rasgos duros y complexión musculosa. Su antebrazo derecho terminaba en un muñón ennegrecido―. Allá fuera no hay nada que merezca la pena. No cometas el mismo error que yo. Todo se ha desplomado. Las ciudades están desiertas, sólo hay cadáveres y pequeños grupos que protegen su territorio y pelean entre sí. Y el campo es yermo, peor aún que aquí. Somos afortunados.
-¿Peor incluso que en esta tierra ingrata? Diez meses de sequía que secan los pozos y agostan los sembrados. Luego apenas dos meses de lluvias que la tierra chupa sin dejar rastro. Y este Sol que se lo come todo.
―No siempre fue así― dijo el alcalde―. Mejorará. Tiene que hacerlo. Ya no hay fábricas, ni electricidad ni nada de lo que nos hacía grandes pero al mismo tiempo destruía el planeta.
Samuel negó con la cabeza. No recordaba ninguna de aquellas maravillas de los tiempos antiguos. Él sólo había conocido las enfermedades, el Sol inclemente, las nubes que pasaban y oscurecían el cielo pero no dejaban caer una sola gota y, sobre todo, la pertinaz hambruna.
―¡No lo entendéis! ¡Me asfixio! Aquí estamos muriendo poco a poco y no hay nada que pueda hacer para evitarlo. He acabado con tres partidas de saqueadores, pero una cuarta se escabulló y asesinó a dos familias. Contruí una presa y cisternas para que los meses de sequía fueran menos duros, y entonces la tierra tembló. Y así es con todo; no importa cuánto me esfuerce, lucho para nada. ― Hundió la cabeza en el pecho mientras sus ojos comenzaban a brillar―. Quiero un lugar donde al nacer no haya que morir.
―Tendrás más hijos, y crecerán fuertes y sanos ―dijo el alcalde. Ni el mismo creía la mentira.― Los nuestros parten para no volver, pero tú podrías hacer que todo fuera distinto. Edificaríamos un nuevo orden.
Samuel no contestó. Se subió a su caballo, comprobó su vieja escopeta, y espoleó al animal. Una palabra suya y muchos le hubieran seguido, pero prefería la soledad. Sólo el viento le acompó en la fuga, soplando con fuerza a su espalda. Cuando abandonó la última calle del pueblo un grito de rabia e impotencia surgió de sus labios:
― ¡Jamás volveré!
Imagen de Karezoid.
Samuel ―ajeno a la súplica― entrelazó sus manos, formando un cuenco, y las introdujo en la charca. Se llevó el agua a los labios. Tenía color marrón y un intenso sabor a cobre y tierra. Dos pares de ojos le contemplaban impacientes, esperando una respuesta.
―Tengo que hacerlo, no aguanto más aquí.
―Eres nuestra única esperanza ―insistió Alfonso, el alcalde de la aldea, un anciano de rostro curtido y voz rasposa.― La gente confía en ti. Eres un líder, puedes unir a todos los pueblos del valle. Te admiran. Sólo necesitamos tiempo hasta que las cosas se estabilicen.
―¿Cuánto hace que no sabemos nada del gobierno? ¿Tres años? Ésa fue la última vez que un recaudador pasó por esta tierra muerta de polvo y hambre.
―No te engañes ―intervino la otra figura, un hombre de mirada severa, rasgos duros y complexión musculosa. Su antebrazo derecho terminaba en un muñón ennegrecido―. Allá fuera no hay nada que merezca la pena. No cometas el mismo error que yo. Todo se ha desplomado. Las ciudades están desiertas, sólo hay cadáveres y pequeños grupos que protegen su territorio y pelean entre sí. Y el campo es yermo, peor aún que aquí. Somos afortunados.
-¿Peor incluso que en esta tierra ingrata? Diez meses de sequía que secan los pozos y agostan los sembrados. Luego apenas dos meses de lluvias que la tierra chupa sin dejar rastro. Y este Sol que se lo come todo.
―No siempre fue así― dijo el alcalde―. Mejorará. Tiene que hacerlo. Ya no hay fábricas, ni electricidad ni nada de lo que nos hacía grandes pero al mismo tiempo destruía el planeta.
Samuel negó con la cabeza. No recordaba ninguna de aquellas maravillas de los tiempos antiguos. Él sólo había conocido las enfermedades, el Sol inclemente, las nubes que pasaban y oscurecían el cielo pero no dejaban caer una sola gota y, sobre todo, la pertinaz hambruna.
―¡No lo entendéis! ¡Me asfixio! Aquí estamos muriendo poco a poco y no hay nada que pueda hacer para evitarlo. He acabado con tres partidas de saqueadores, pero una cuarta se escabulló y asesinó a dos familias. Contruí una presa y cisternas para que los meses de sequía fueran menos duros, y entonces la tierra tembló. Y así es con todo; no importa cuánto me esfuerce, lucho para nada. ― Hundió la cabeza en el pecho mientras sus ojos comenzaban a brillar―. Quiero un lugar donde al nacer no haya que morir.
―Tendrás más hijos, y crecerán fuertes y sanos ―dijo el alcalde. Ni el mismo creía la mentira.― Los nuestros parten para no volver, pero tú podrías hacer que todo fuera distinto. Edificaríamos un nuevo orden.
Samuel no contestó. Se subió a su caballo, comprobó su vieja escopeta, y espoleó al animal. Una palabra suya y muchos le hubieran seguido, pero prefería la soledad. Sólo el viento le acompó en la fuga, soplando con fuerza a su espalda. Cuando abandonó la última calle del pueblo un grito de rabia e impotencia surgió de sus labios:
― ¡Jamás volveré!
Imagen de Karezoid.