TODOS LOS CUENTOS que escribió durante su vida se repartían en un fajo de hojas amarillentas. Vicente sintió una leve punzada de nostalgia ante la visión de las historias que creó durante años. El contacto de sus dedos con el papel le hizo estremecerse. No se detuvo, no tenía tiempo. Había conseguido alejar a los dos demonios que le atormentaban ―Alzheimer y Parkinson eran sus nombres―, pero no sabía cuando regresarían.
Halló al fin el cuento que necesitaba, una historia conmovedora sobre Fénix, el héroe que siempre se alzaba tras cada derrota. Hizo un cucurucho con las cuartillas y las prendió fuego. Aspiró las volutas de humo, procurando que ninguna escapara. Necesitaba todas las fuerzas que pudiera reunir.
Durante años él vio donde otros no percibían nada. Los monstruos se cernían a la vuelta de cada esquina. Al principio, atemorizado, observó sus depredaciones desde una prudente distancia; pero al final dio con el modo de combatirles. Utilizó la magia otorgada por la historia emotiva y bien narrada; la fuerza de la palabra plasmada a la espera de ser leída y liberada. Comprendió el poder de los antiguos cuentacuentos.
Apoyó primero el pie izquierdo, después el derecho, y se levantó de la silla de ruedas a la que permanecía anclado desde hacía seis años. La manta con que su hijo cubría sus rodillas se deslizó perezosa al suelo, como si deseara retenerlo en su prisión. No perdió el tiempo, no podía permitírselo, con paso firme y seguro se encaminó a recoger su vieja pluma. Miríada era su nombre porque contenía cuantas armas deseara, desde un simple estilete hasta una futurista vara de muerte-plasma.
Se encaminó al piso de arriba, allí le aguardaba otro demonio. Las escaleras crujieron como si fueran viejos huesos; sus huesos viejos resonaron como si fueran escaleras. Pero superó la prueba y llegó arriba. La radio sonaba en la habitación del fondo. Amaral cantaba “Resurrección”, un presagio, quizás.
Su nieta Carolina descansaba en la cama. Tenía dieciocho años, pero no la salud de una joven de esa edad. Era toda ojeras, piel y huesos. Su demonio se llamaba Anorexia.
― ¿Qué haces aquí, viejo? ―desafió aquel monstruo pellejudo con su voz rasposa, mientras se alzaba sobre el cuerpo de la muchacha, que se mantenía en un inquieto duermevela.
“Vengo a destruirte”, pensó, pero no perdió el tiempo en responder. Sabía que era uno de los ardides de aquel malsano ente. No debía desperdiciar su tiempo. Rozó con su pluma una cuartilla en blanco y comenzó a dar forma a un cuento. Era sobre una preciosa joven que yacía presa de una maldición. Una hermosa historia. El monstruo aulló blasfemias mientras sus carnes se cuarteaban y desgajaban.
― Viejo, estás maldito, mis primos darán buena cuenta de ti y ya no te restan fuerzas para combatirles ―maldijo con su último estertor.
Carolina entreabrió los ojos.
― Abuelo, ¿cómo..?
― No, mi niña, escucha. He vivido mucho y bien; he sido feliz, y ahora es tu momento. Toma mi pluma, es mi legado. Su nombre es Miríada, y sé que estará bien en tus manos. En el piso de abajo hay una carpeta con cuentos. Son tuyos también, te ayudaran en tus primeros pasos. ―Le dio un beso en la frente.― Recuerda no hay demonio que resista un buen cuento; alegra vidas, mi niña. Reparte esperanza.
La muchacha, agotada, cayó en un dulce y reparador sopor.
A su espalda, Vicente escuchó los pasos de los monstruos que le perseguían.
― Habéis tardado mucho ―dijo sin girarse.
Mientras las dos bestias se cebaban en su cuerpo, una sonrisa de triunfo curvó los labios del anciano.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.
Imagen "Monsters of the mind" de ~tirby