06 octubre 2008

Cólera

SE LE OLVIDÓ LA CONTRASEÑA Y NO PUDO ACCEDER A LA INFORMACIÓN. Sus dedos tamborilearon junto al teclado numérico del cajero automático. Sabía de memoria lo que se iba a encontrar, pero al pasar junto a la sucursal de su banco de toda la vida no pudo resistir el impulso de comprobar sus ahorros.

"Vamos, joder, no te martirices ", pensó, "Total, para lo que te a valer, sabes que no hay ni un puto duro". Le hizo gracia el pensar sobre una moneda que ya hacía años que estaba muerta y enterrada, y soltó una risa socarrona .

Se arrebujo en su abrigo y emprendió el camino a casa. Hacía frío, el día estaba encapotado, y empezaba a chispear. Lo último que quería era llegar empapado y pillar una pulmonía.

"Pues ya lo que me faltaba" .

Sólo había dado un par de pasos, cuando la rabia se concentró en la boca de su estómago en forma de una pelota que dolía y palpitaba con vida propia. Las sienes le palpitaban. Pese a sus esfuerzos, las lágrimas ―mitad impotencia, mitad cólera― comenzaron a resbalar por sus mejillas. Más tarde se preguntó como lo había conseguido, que clase de fuerza oculta había despertado en él. Arrancó con las manos desnudas uno de los adoquines de la calle, y empezó a golpear el cajero hasta convertir el terminal en un amasijo de cristal y cables retorcidos. Desde el interior del banco, los empleados le miraban atónitos. Sus caras reflejaban el miedo a aquel estallido de violencia. Ninguno llamó a la policía.

"¡Qué les den por el culo!", pensó mientras arrojaba el adoquín, que rebotó contra el cristal de seguridad del banco, dejando tras de si una telaraña de vidrios cuarteados.

Varios transeúntes somnolientos, que se arrastraban al trabajo, le miraron de reojo. Algunos incluso sonrieron. Ninguno llamó a la policía.

Regresó a su casa con una sensación de paz que hacía mucho que no tenía. Le hubiera gustado contárselo a su mujer, pero se había marchado al pueblo con sus padres “Hasta que las cosas mejoraran”. Le intentó convencer para que la acompañara, pero el se quedo “Para ver si se podían arreglar las cosas, encontrar alguna cosilla con la que ir tirando”. Los dos sabían que mentían, y que los días se convertirían en meses y después en años, hasta que el amor se enfriara y pudieran separarse sin que doliera tanto. Era más dulce un hasta luego que un adiós definitivo.

Estuvo a punto de ir directo a la cama ―desde el día que le despidieron no había conseguido dormir más de cuatro horas, y eso en los primeros meses, los buenos, cuando Dios apretaba pero no ahogaba―, pero en su lugar fue a la galería, rebuscó en la caja de herramientas, cogió el martillo de bola y regreso a la calle.

Recorrió todo el barrio, destrozando uno a uno los cajeros y los cristales de los bancos. Los vecinos y comerciantes lo vieron todo. Ninguno llamó a la policía. Cuando los coches patrulla ―alertados por las llamadas de varios directores de las sucursales― comenzaron a buscarle, unos callaron y otros dieron indicaciones falsas.

Acabó la mañana en el calabozo, sabiendo que había cometido una estupidez, pero feliz como no lo había sido en mucho tiempo. Dos días más tarde, hizo la maleta y se marchó al pueblo.


Imagen de Acer.