13 octubre 2008

Madrid me mata

Otra vez ese olor extraño golpeaba su nariz. No era la primera vez que lo percibía aquella misma semana, pero en aquella ocasión era más intenso. Raúl giró la cabeza a derecha e izquierda. Una muchedumbre se apretuja en la acera a un lado y otro del Paseo de la Castellana; saliendo unos del metro -un agujero que vomitaba auténticas hordas de adormilados trabajadores-, bajando otros a las profundidades para acudir a cualquiera de los lugares que aquella telaraña subterránea unía entre si. Le parecían hormigas que seguían su camino de manera automática, simples insectos sin raciocinio que no se planteaban lo miserable de sus vidas; arrastrándose un día tras otro para conseguir comida, cobijo y un poco del tipo de felicidad artificial que cada uno de ellos eligiera, y luego llamarían pasatiempo.

Odiaba Madrid y cuanto representaba con todas sus fuerzas. En un primer momento le atrajo con todas sus posibilidades, luces, espectáculos y trabajos. Pero esa primera sensación duró poco. Sabía que la ciudad palpitaba con vida propia. Incluso había llegado a comentarlo con un par de amigos por chat: "Es una animal grande que necesita gente para funcionar pero les deja sin alma ni corazón". Ese era su nick en tuenti, messenger y el chat de google. En los últimos tiempos había llegado a convencer a varios conocidos -no estaba seguro pero por lo menos una docena- para que no dejaran sus trabajos y acudieran a la capital en busca de mejores perspectivas.

¿Y por qué no se había ido si tanto odiaba aquel tipo de vida? Esa era la pregunta que se hacía cada mañana cuando el despertador le arrancaba del plácido sueño y le devolvía a su realidad gris. Llegó hacía casi dos años, recién acabada la carrera de ingeniería química, dispuesto a comerse el mundo y triunfar en unos meses. Y vaya si lo había conseguido, y con creces, al menos según los parámetros que el mismo se había marcado. Era como si cada vez que ya hubiera decidido abandonarlo todo y marcharse, una nueva oportunidad le apareciera entre las manos: Trabajos bien remunerados, sexo abundante con mujeres hermosas de esas que siempre le habían parecido inaccesibles, fiestas alocadas en los locales más afamados, puestos de dirección, un piso de protección oficial, coche de empresa, pareja estable...

De nuevo una vaharada de aquel olor inundó sus fosas nasales. Era un aroma extraño. Estaba fuera de lugar. Le traía recuerdos de cuanto anhelaba. De todo aquello que Madrid no era. Una mezcla entre aire de montaña, el papel de un libro viejo, pasteles horneados en la tahona de su pueblo y pólvora de fuegos artificiales recién quemada. Aquel olor era la quintaesencia de la felicidad.

Se dejó guiar por aquel olor, siguiendo su rastro por varias callejuelas laterales. No tuvo que andar mucho antes de encontrar su origen, una tienda de ultramarinos con aspecto anticuado y un escaparate en el que se agolpaban toda clase de especias y cachivaches, desde arpones hasta semillas de mostaza.

Raúl entró en la tienda. Dos minutos más tarde una mano volteaba un cartel deslucido en la puerta de la entrada del lado que decía cerrado. Treinta minutos después el escaparate tenía los cristales pintados de blanco, como cualquier comercio en reformas. A las dos horas en el lugar sólo había un muro de ladrillos.

De Raúl no quedó ni rastro.

Y Madrid continuó palpitando, con vida propia, atrayendo con sus oportunidades a una legión de humanos como el néctar a las abejas; librándose de los inadaptados, el más peligroso de los virus, una enfermedad letal contra la que tenía sus propias defensas.






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